Desperté
de una pesadilla. Me levanté. Encendí un cigarro y al pasar delante
del cuarto de mi pequeño, descubrí su cama vacía. Miré en la
habitación de las niñas, pero tampoco estaban. Los busqué en el
baño, en la cocina, en el salón. Quise gritar. Localicé en mi
móvil el número del guarda nocturno. Hacía una hora que había
visto a mi marido con la mayor en los brazos. Me puse los vaqueros,
una blusa y cogí las llaves de su casa del pueblo. No paré de
correr hasta llegar a la estación de autobuses. Allí me di cuenta
de que llevaba pocas monedas, las justas para un billete a Santa Fe.
“Dios proveerá a la vuelta”, me dije.
Pasé
la hora de viaje recordando sueños de mi infancia. El armario de la
Nancy me obsesionó de tal modo que saqué las mejores notas de la
clase.
-Anda,
ve a la tienda y pregunta el precio – dijo Mamá al verlas.
Para
la mujer de un ferroviario, ochocientas eran muchas pesetas, sin
embargo, al volver, entró en su dormitorio y salió con los ocho
billetes. Más tarde, lo llenaría de vestidos: de fiesta plateado,
azafata, médico. Y años después, mi hermana se encargó de
pintorrearlo.
Otro
sueño lo gesté en parvulitos. Belén y yo jugábamos de rodillas
delante de la pizarra a encastrar huevos de colores cuando la monja
dijo que me tocaba pintar en el caballete. Me levanté de un bote y
cogí los pinceles y acuarelas. Desde que había entrado allí un año
antes, se había convertido en mi mayor objeto de deseo.
-Hoy
diré quién será la Virgen en la fiesta de la Inmaculada – dijo
la monja mirándome. Creo que estudiaba mis rasgos.
No
sé qué pinté pero ese día sólo se escuchó la campana de la
monja. Primero sobre la cabeza de una niña por descalzarse un pie.
Estábamos sentadas formando un círculo, como los indios, cuando
volvió a sonar. Belén dejó de ir de puntillas y se plantó delante
de mí sosteniendo la campana.
-Tú
serás la Virgen – le dijo la monja. Nos arremolinamos en la
puerta.
En
la fiesta, Belén iba preciosa, de pie sobre la tabla de nubes, con
sus ojos celestes a juego con la túnica y el manto; la melena rubia
sobresalía por los bordes. Yo estaba en la primera fila del patio y
me dio por pensar en la palabra paripé. Un año más tarde, subíamos
a la capilla de la primera planta. De rodillas en los bancos, entre
los crujidos de la madera, la monja explicó un día que nuestro
corazón es como un sagrario, por eso podíamos hablar con Jesús en
cualquier parte. Pero yo ya hablaba con Él todas las noches. Aunque
el día antes de hacer la comunión me escapé a la iglesia para
sentirle más cerca. En el último curso de básica, el cura contó
que la Virgen era en realidad una joven como las demás, y que en
aquella época todas soñaban con ser madre del Mesías. Me pregunté
por qué Dios no esperó a enviarlo ahora; podía grabarse en vídeo
y salir en televisión. Me costaba admitir que un ser tan bueno
permitiera tanta miseria. Y en aquel autobús volví a pensarlo.
Llegando
a la plaza, pensé que el sueño de formar una familia también lo
rompí yo sola. Me bajé obsesionada por recuperar pronto a los niños
y llevármelos a casa de Mamá. Él no tenía llaves de ese piso.
Crucé el pueblo. Amanecía. Abrí la puerta encasquillada. No
entiendo por qué no había echado el cerrojo. Busqué por todas
partes, pero allí abajo sólo encontré el escritorio heredado de su
padre y, sobre él, un crucifijo clavado en una piedra que servía de
pisapapeles. Así que subí a la buhardilla. La puerta del baño
estaba abierta. Los azulejos estaban sucios y la taza del váter
llena de papeles. Olía a podrido. Sin embargo, presentía a mis
hijos. Estaban en la sala, dormidos sobre colchones tirados en el
suelo. Cogí con un brazo al pequeño y agarré a las niñas con la
otra mano, y los conduje escaleras abajo. En los últimos peldaños,
entró su padre.
-Dónde
crees que vas.
Metí
a los niños en el vano de la escalera y no me dio tiempo a más,
porque se me echó encima. Caí de espaldas sobre el escritorio. Me
agarró por el cuello. Alargué el brazo y cogí el pisapapeles. Con
la base de piedra le golpeé en la sien. Cayó desplomado. Miré la
cruz. Los niños estaban abrazados bajo la escalera. No se habían
movido. Salimos a la calle. Encajé la puerta. Cerca, dentro de un
furgón, un hombretón apilaba unos cajones.
-Lléveme
adonde vaya, tengo que irme de aquí – le dije. Miró a los niños
y se tocó la barba.
-Voy
a la ciudad a entregar este comedor, pero no van a caber – mis ojos
debieron empañarse –. Bien, las sillas puedo dejarlas para mañana
–bajó de un brinco. Cogió al niño en brazos –. Arriba,
pequeño.
Luego,
me ayudó a subir a las niñas. Tras ponernos en archa, a través de
los cristales del portón trasero, vi salir de la casa al padre
mirando de un lado a otro. Sentada sobre una mesa, me sentí segura y
feliz.
Durante
la vuelta, los niños se peleaban por contar chistes a la vez y les
puse un orden de prioridad. Después, cantamos Popeye quería ser
capitán de El Corte Inglés.
En
la ciudad, en una calle empinada junto al Hospital Civil, se abrió
una puerta del furgón al frenar en un semáforo. “Aquí podemos
bajarnos”, dije para mis adentros. Y mi hija pequeña se bajó de
un salto. El coche reanudó la marcha. No sabía si saltar o quedarme
con los otros. Grité pidiendo socorro, oí el claxon de un coche y
el furgón, por fin, se detuvo. Salté, corrí hacia la niña y le di
una torta.
-¿Por
qué lo has hecho?
Y
se echó a llorar. El hombre se había bajado del furgón y hablaba
con el pequeño mientras sostenía la puerta. Los coches empezaron a
pitar.
-Nos
quedamos aquí – le dije al hombre.
-Subid
y ahora os dejo en la esquina.
Pero
nos trajo hasta el portal de mi madre.
-No
puedes imaginar cómo te lo agradezco.
-Mañana
tendré que pasar por aquí, si quieres te llamo y me invitas a una
cerveza –ladeó una sonrisa–.
-Estoy
en el 4º B.
Se
despidió de los niños acariciándoles el pelo y subió al furgón.
-¿Cómo
te llamas? –grité.
-Me
llamo José. ¿Y tú?
Le
dije mi nombre. Arrancó el motor. Mientras le veía alejarse, pensé
que los sueños son como lágrimas; se contienen ante los demás, y a
solas se desbordan. Y subiendo los escalones del portal, con mi
pequeño de la mano, me sentí la mujer más importante del mundo.
EULATOS